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sábado, 22 de octubre de 2016

Alas metálicas


No soy capaz de recordar con exactitud cuándo fue la primera vez que viajé en avión. Pero lo que sí sé, es que despertaría en mí un interés tal, que ya desde muy pequeña, soñaba en convertirme en una azafata de vuelo.
Supongo que, en aquel entonces, pertenecer a una familia de clase social adinerada no me ayudó a lograr mi propósito. Aunque, todo sea dicho, me facilitó conocer este vehículo cuando tantos otros solo tenían constancia de su existencia a través de los medios de comunicación.
Por más suplicas y ruegos por mi parte, era redundante la desaprobación de mis progenitores para que me permitiesen ingresar en una escuela acorde a esa formación. Mi madre, más escrupulosa aún respecto al hecho en cuestión, se limitaba a decir que no me había parido para ser una «sirvienta», ni el cielo ni en la tierra. Para ella, la seguridad era lo de menos. No tenía miedo de que el aparato se averiase, y yo acabase esfumándome entre desechos metálicos, ya nos había vendido la prensa —para asegurarse una gran acogida entre la sociedad— las ventajas de la nueva revolución en el transporte de pasajeros. «Rapidez y seguridad garantizadas». No apto para todos los bolsillos, he de añadir. Para ella, mi madre, lo principal era lo que murmurarían de nosotros las malas lenguas.
Podría haberme revelado, pero no eran tiempos de poner en juego una poderosa herencia familiar. A pesar de ello, nunca toleré sentirme coaccionada. Aguardaba mi momento, con calma, sin perder la obstinación. Tanto así que hace un mes falleció la matriarca de mi familia; el único familiar que aún conservaba en vida. La he llorado, por supuesto. También fui presta a la lectura del testamento, claro está. Evidentemente, como descendiente directa, era la beneficiaria de una mansión que alberga obras de arte de valor incalculable. El resto, negocio y dinero en entidades bancarias, pura calderilla.
El señor Smith no dudó en apuntar a cada una de sus potentes naves para ponerlas bajo mi elección. Solo necesité un instante para rendirme a los encantos de una en concreto. Era un trato justo para el director de la mayor compañía aérea del momento, Wingsfree, S.L, el cual no dudo en ningún momento a realizar el intercambio. ¿Para qué diantre quería yo esa mansión?
Cincuenta años tardé en hacer realidad mi sueño. Ahora, ataviada con la vestimenta adecuada para «servir» a los viajeros, me siento como aquella jovenzuela que, hoy por fin, ha recuperado sus alas. Unas alas que nadie me debió cortar.


jueves, 13 de octubre de 2016

La celda aliñada: Suegra confinada al horno



Ingredientes para cuatro personas:

Suegra
Aceite de oliva virgen extra.
Cebolla.
Sal, gorda.

Preparación: 

Pillamos desprevenida a nuestra suegra cuando esté viendo Sálvame Deluxe o cualquier otro programa insulso de Telecinco (abstenerse si en ese momento está haciendo ganchillo; las agujas las carga el diablo).
Salamos el exterior de la suegra —con la excusa de que tratamos de ahuyentar a los malos augurios— y la colocamos, perfectamente estirada —si su artrosis nos lo permite—, en un recipiente para el horno. En caso de no disponer de una caldera de tamaño industrial podemos llevarla a La Costa del Sol un 15 de agosto.
Cubrimos completamente con aceite de oliva (o crema solar) e introducimos en el horno —sin sombrilla—. Confitamos a 40 º durante 8 horas —lo que viene a durar las siestas de la susodicha—. Pasado este tiempo, sacamos del horno (desmontamos el chiringuito) y dejamos atemperar (dícese de aplacar su mala hostia) durante 30 minutos. Cuando comience a volver en sí, metemos una cebolla en su boca. No potencia el sabor ni nada, pero al menos la mantendremos calladita un rato.
Quitamos al cochinillo, perdón, a la suegra, del recipiente (o tumbona) con cuidado de que no se rompan las ampollas y la colocamos, con las pechugas hacia abajo, en una cama forrada de film plástico de cocina. El film tiene dos funciones: una, evitar manchar las sábanas de fluidos asquerosos y otra, sudar para perder algo de peso. A estas alturas nos da igual, pero es que está muy gorda la jodía.
Aparte, colamos el aceite resultante de confinar (o de la improvisada liposucción) y dejamos enfriar. La gelatina que ha soltado la suegra se solidificará y podremos utilizarla para salsear.
Todavía caliente, le damos la extremaunción —con la salsa recuperada de separar a la suegra de su grasa—, cabreándola lo menos posible y manteniendo su formato original (cebolla incluida).
Enfriamos durante 4 horas en una cámara frigorífica (planificar con anterioridad, ya que se necesita ayuda forense y/o de otros cuñados/as bastante quemados/as). Transcurridas dichas horas, si resucita, la golpeamos con una sartén antiadherente. Si no ha escupido la cebolla, la introducimos en la incineradora para asegurarnos de que se ha quedado cuajada. Dejamos dorar a fuego lento. Con este proceso, que debe durar entre 15 y 20 minutos, desaparece la grasa que aún queda y aseguramos que las cenizas sean de tamaño minúsculo.
Espolvoreamos en el patio, acompañada de una guirnalda de ensalada: «Tu yerno/nuera nunca te olvidará» y una coplilla de Canal Sur.
Una vez finalizado el proceso y listos los comensales llamamos al Telepizza. Esta vez no tendremos problemas con el reparto de una «familiar». 
El secreto está en la guasa.

¡Buen provecho!


miércoles, 5 de octubre de 2016

Fecha límite


El día apagaba las luces. Emergentes puntitos luminosos teñían de belleza un cielo con luna menguante mientras yo continuaba allí latente, sin dejar de cavilar, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había anhelado.
Se levantó una brisa placentera y fresca, preludio de que el desenlace estaba muy cerca. Era capaz de palparlo con mis manos, visualizarlo en mi mente. Aquel lugar, concienzudamente seleccionado, y aquel objeto me facilitarían poner el punto y final a la vida de Ernesto. Sin embargo, aún no había decidido cómo hacerlo. Era un simple asalariado, únicamente contaba con un plazo de liquidación. Tal vez lo más sensato sería aplicar mis recursos, dar un giro dramático, y arrojarlo por el acantilado.
Estaba realmente asqueado de esta situación de bloqueo. No dejaría pasar un día más. Ernesto me estaba jodiendo literalmente.
A pesar de mi desánimo, ya no había vuelta atrás. Quizá ni siquiera debía responsabilizarme de esta tarea yo mismo, no tenía un argumento sólido e intachable. A fin de cuentas, Olga era con diferencia la persona que más despreciaba a Ernesto. Después de diez años de noviazgo y tres más en unión conyugal, había descubierto su tapadera; tenía una doble vida que incluía un matrimonio feliz y unos retoños gemelos. Olga, frustrada por su incapacidad para proporcionarle descendencia, se culpaba continuamente de los altibajos en su relación. El pobre Ernesto parecía muy comprensivo con el contratiempo. La arropaba entre sus brazos planteándole un futuro cargado de amor en exclusividad, sin dosificación alguna. Ella sentía admiración por un ser que cargaba con mentiras enmascaradas y verdades a medias; un disfraz de neopreno a medida.
Cuando logró desataviarlo descubrió que éste camuflaba a un simple mortal. La caída del pedestal no fue fácil para ninguno de los dos, en especial para Ernesto, que decidió encargarse de su esposa antes de que cumpliese sus repetidas amenazas de delatarlo a «la otra». El intento de borrarla de un plumazo fue fallido, pero Olga perdió en el «accidente» la memoria transitoria. Ese capítulo de su vida había desaparecido.
El inspector encargado de investigar el caso, Martín Díaz, siempre sospechó de la implicación de Ernesto. Aunque, al no tener pruebas suficientes, solo podía catalogarlo de presunto homicida. En realidad, yo sabía de buena tinta todo lo que iba sucediendo, no fue difícil atar cabos sueltos. Además, me encargué personalmente de que el funcionario, con la pericia que te proporciona leer entre líneas, mencionase a Marta la existencia de Olga. Al fin y al cabo ningún cuentista debería resultar impune de sus enredos. Debía pagar el daño que había causado a ambas familias. Francamente, no se me ocurría mejor forma para concluir esta historia.
Un desvelo, provocado por una sobredosis de café, me llevó a afirmar que Martín sentía una atracción incontrolable por Ernesto. Y no era de extrañar, sus rasgos perfectamente modelados y el halo de misterio que envolvía su presencia, provocaba un deseo de acercamiento a cada uno de los movimientos inaccesibles del cuerpo de seguridad. Incapaz de mantener su profesionalidad por encima de sus deseos carnales, lanzó ciertos mariposeos a este, el cual no dudó en sucumbir a los encantos del inspector de policía.
Demasiados enredos en un cuarteto de desbarajustes emocionales. Cualquiera podía tener un motivo para completar esta trama de suspense sentimental.
Ernesto debía morir, eso era evidente. Lo que no tenía muy claro a manos de quién. Bueno, supongo que de las mías. ¿Que qué me había hecho a mí este tipo? Insomnio súbito, acompañado de parálisis escritural. Probablemente nada tan grave como al resto de personajes, salvo que ellos no tenían que dar explicaciones del retraso de la novela a ninguna editorial.
¿¡Para qué darle más vueltas!? Mi cerebro está encharcado en tinta china y forrado con papel fluting. Será breve, indoloro… Resbalará, sí, se deslizará por esa pendiente golpeándose con todos los matojos y ramas a su paso hasta estrellarse contra el agua. ¡Adiós, Ernesto!
No, no puedo acabar con mi bastardo. Supongo que después de 150 páginas he debido de encariñarme con el protagonista. He caído en mi propia vorágine de pasión irracional, de temor al fracaso. Mi obra huele a excrementos que no sirven para abonar mis propias letras ya podridas. Pero ¿y si esto se convierte en un best seller? ¿Una trilogía? Nunca supe descifrar el equilibrio entre la mediocridad y el éxito. ¡Basta! Será un final abierto, a gusto del consumidor, o qué lo remate un lector ávido de resarcimiento. ¡Te odio, Ernesto, con todo mi ordenador!

«Se levantó un viento desagradable y caluroso. Ernesto contempló en la ladera adyacente que una silueta oscura caminaba ágilmente hacia él… ».
FIN

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